Vida y Expresión
  Los malos hábitos
 

Los malos hábitos

            Ángel, Angelito para todos, era como muchos. Un tipo de laburo, simple y sin muchas aspiraciones, mas allá de que su Boca saliese campeón, ver buenos culos en la tele o poder ir a Las Toninas en el verano. Y un solo vicio: el cigarrillo.

            Su vida se deslizaba sin aparentes complicaciones, excepto por las dificultades que el exceso de tabaco acarreaba, razón de esta historia y que se remonta a cuando Angelito era apenas  un pibe de unos 12 años y por primera vez empezó a jugar con un cigarrillo entre sus dedos, como lo hacían tambien por entonces sus amigos de la barra. 

    Siempre recordaba esas primeras pitadas iniciáticas que lo hicieron toser, marearse y sentir un gusto raro en la boca, como las más sabrosas de su vida. Y tambien solía decir que fueron esos primeros cigarrillos los que le daban, según él se veía a si mismo, chapa de grande, con sus implicancias y todas las puertas que esta condición, en teoría, permite abrir.             

   Con el tiempo, fumar, se convirtió en hábito, un hábito que todos los inviernos invariablemente comprimía su pecho, aumentaba sus mocos y sus toses, hasta hacerle jurar que lo dejaría en cuanto pudiera. Pero llegaba la primavera, el calorcito, los síntomas aflojaban, y pronto se olvidaba de su promesa.

       Y en ese ciclo contínuo y reiterado, fueron transcurriendo los años y haciéndose marcados sus caracteres de fumador, acentuándose sus dedos amarillentos, su fuerte y desagradable aliento,  el olor en sus ropas que anticipaba su presencia a metros de distancia, su constipación crónica, su perdida de los sentidos.

             Todo el mundo circundante, preocupado por él, se lo advertía con dureza: “Deja de fumar”, “Te va a matar el cigarrillo”, “Te vas a agarrar un cáncer” y otras frases varias que suelen decir los que bien quieren animándolo a que largase el faso. Pero a esa altura y casi con 50 años de fumador, el vicio era fuerte. Fortísimo. De tanta potencia que ni siquiera valieron la llegada de los nietos, ni el sentirse agitado al mínimo esfuerzo, ni las recomendaciones de los médicos, que uno a uno lo iban echando de sus consultorios con el consejo de que sino largaba, se moría.

            Y llegó ese día, que era un día como cualquier otro, de los que no avisan, de los inesperados, en el que Angelito cumplió con su destino anunciado. Bajó del micro que conducía, cruzó la calle hasta el kiosco, pidió como siempre sus dos atados, cambió algunas palabras con el kiosquero, pagó y regresando al micro rápido y sin mirar, se lo llevó por delante ese enorme camión.

            No alcanzó el freno y la huella de caucho que dejó en el pavimento para detener las 50 toneladas en velocidad. El camionero bajó y no encontraba consuelo, ni  podía creer lo que había pasado. Repetía conmocionado como si fuera un mantra que nunca hubiese esperado que saliese a la carrera una persona de atrás de esa camioneta y a mitad de cuadra.

             Angelito, despatarrado sobre la calle, inmóvil, ensangrentado, ya no estaba en el más acá. Cuando llegó la ambulancia, un médico constato su muerte, pero fue un camillero el que reparó que la mano derecha del occiso apretaba fuertemente uno de los paquetes de cigarrillos, que si bien no pudo identificar de que marca era por estar cubierto por sangre, sí pudo leer claramente en él: “El fumar es perjudicial para la salud.“

                                              Y visto lo que veía era, sin dudas, una meridiana verdad.

 



 
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