Breve leyenda patagónica apócrifa

            Y la Luna se enamoró del Sol o fue al revés o en simultáneo, pero poco importa. A los efectos prácticos, de esa unión nacieron dos hijos a los que se les permitió vivir en la Tierra para que, como sus progenitores, tambien estuvieran en contacto directo con las criaturas que habitan ese planeta. A ella la llamaron Lluvia y al varón, Viento.

            Y fue así desde el comienzo de los tiempos. Y se repetían y sucedían, y hasta a veces se manifestaban juntos. Pero sucedió lo que no debería haber pasado nunca. El Viento conoció a la Mujer. La mujer muy terrenal, la mujer carnal, la mujer misterio, con todas sus virtudes, y sus frutos, y sus olores, y su sexo, y sus contradicciones. Era esa mujer, que lo hizo andar raro y ausente de la Tierra, donde se respiraba una calma chicha que no registraba ni una suave brisa. Nada.

           
        Todos protestaron, desde lo pájaros hasta las plantas ningún ser viviente podía trasladarse, comer o reproducirse si estaba ausente. La  discusión mayor fue con su hermana que nunca había tragado a su cuñadita y alcanzó tal dimensión, que decidieron que cada uno ocuparía su propio territorio. Ella se fue del otro lado, al poniente y se quedó entre las montañas y el mar. El se reservó la extensa planicie patagónica y por extensa sus viajes debieron, necesariamente, hacerse frecuentes y largos.

            Fue al volver de uno de ellos que no la encontró. Harta de esperarlo con la comida hecha o frustrada por esa siesta amorosa negada, la Mujer se había ido.

           
             Y desde entonces, desesperado, recorre la meseta a toda velocidad, unos dicen que hasta que lo toma el cansancio y otros hasta que lo gana la angustia y quiere llorar aunque no pueda. Lo cierto es que, incansablemente, la busca, la busca y no la puede encontrar.